El año 2024 se recoge como un mantel después de una fiesta a la que, un año más, no llegaron los desheredados siervos de la gleba contemporánea. Su paso es un paisaje agrietado por una tormenta que no cesa. Las estadísticas duelen como las líneas de un epitafio.
Un Documental de Crisis
El documental de este año es un cuadro polifónico de crisis: guerras que dibujaron fronteras de luto, huracanes que desgarraron geografías y discursos polarizados que partieron en dos las voces que aún buscaban un acuerdo.
El año que sepultamos hoy nos ha dejado un paisaje áspero, sembrado de signos que esperan ser descifrados: ruinas de democracias tambaleantes, ecos de un planeta que respira a duras penas en el sofoco del calentamiento global y del dramático fuego de un genocidio en Medio Oriente. Más de 45 mil cuerpos silenciados entre Gaza y Líbano, más que cifras: ecos que no se apagan, sombras que no dejan de andar.
En América Latina, la tierra se partió bajo los pies de quienes trabajan el suelo; las sequías y las lluvias desbordadas arrastraron cosechas, mientras el hambre escandalosamente se hizo verbo cotidiano en zonas tan ricas en recursos que la sola idea parece una tragedia absurda.
Democracias en Ruinas y Clima en Crisis
La política, esa maquinaria de ecos absurdos y ausencia ya endémica, levantó en su trinchera las manidas banderolas que ondean al ritmo de consignas baladíes, mientras las palabras de los candidatos sonaban huecas, tan huecas como el vacío que dejaron tras su contaminante paso de gigantografías de PVC que comienza su degrado que terminará, de seguro, como una invisible sazón de muerte en nuestras propias mesas.
La extrema derecha avanzó como una sombra espesa que tiñó la historia reciente con colores de hierro y ceniza. En el sur, la pobreza tocó el 50% en Argentina; un porcentaje que los platos vacíos desnudan la mesa cotidiana en su fantasmagórica realidad. Al norte, un retorno que dividió las siempre enrarecidas aguas de los desagües de la Casa Blanca: Donald Trump volvió, prometiendo resucitar la grandeza en un país que no sabe si podrá soportar su propio peso de zombi tambaleante por efecto del fentanilo, con casi 200.000 muertos en dos años.
Y en todo esto, el clima. Ese recordatorio ineludible de que el tiempo, literalmente, se agota. Las costas ya cedieron al mar que sube su nivel más presuroso que lo pronosticado, las ciudades al calor, y las montañas, en particular las nuestras, al deshielo. En el cielo, las tormentas arrasaron techos; en la tierra, las grietas del avance de la desertificación y deforestación se tragan las certezas.
Un Nuevo Año con Promesas Frágiles
2024: El año que nos dejó grietas irreversibles se va y el que llega no viene a ofrecer consuelo. Lo sabemos. Sus promesas serán tan frágiles y falsas como lo fueron antes, hechas de la misma materia que las nubes de una ciudad contaminada: agua sucia suspendida que, al caer, nunca mancha igual dos cuerpos. Pero algo, pequeño como un rayo tenue, parece decir que la espera no es en vano. Hay caravanas que avanzan entre desiertos, cargando alforjas que no siempre están vacías. En ellas no solo hay lo imprescindible para sobrevivir, sino también semillas de futuro: pequeñas soluciones nacidas de la adversidad, redes de manos que se tienden unas a otras.
En el gélido silencio de los palacios donde pululan siniestros personajes de corbata como signo de supuesta decencia, hay voces que apenas se escuchan, tan bajas que parece que solo el viento puede recogerlas, pero insisten en recordarnos que no todo está dicho. Son los gestos cotidianos, los esfuerzos invisibles, los movimientos de quienes, sin hacer ruido, trazan caminos nuevos en tierras que parecían cerradas. Aunque la tormenta sea larga, hay senderos por abrir y pasos que nunca se detienen. Que lo sepan los políticos y los grandes financistas del odio y la desinformación: la esperanza no se construye sobre certezas grandiosas, sino sobre pequeñas gestos que, al sumarse, generan una fuerza transformadora que avanza incluso a pesar de ellos y en los peores escenarios de la desolación.
El 2025 marca el fin del primer cuarto de un siglo que nació con expectativas milenaristas de renovación y progreso, pero que hasta ahora ha revelado más grietas que cimientos, como si las esperanzas iniciales hubieran quedado atrapadas en los escombros del desplome un 11 de septiembre en Nueva York.
Ciertamente, el año que viene no será la redención, pero tal vez sea la estación intermedia, el punto donde aprendamos a leer los signos de lo que queda, lo que todavía se sostiene. Que este año sea el del temblor de hojas en la tierra del bosque que precede al brote escondido que se asoma, el susurro entre líneas, la grieta por la que se filtra, al menos, un poquito de luz, la suficiente para no sentir que ya estamos adentro de un féretro para toda la eternidad.
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