Hablar de activismo cultural muchas veces es partir desarticulando el enmarañado de ideas equívocas, o al menos tendenciosas, que los grupos de poder han creado en torno a esta categoría, haciendo del activismo cultural una mala caricatura de sus peores temores.
Cuando hablamos de “grupos de poder”, apuntamos a los evidentes territorios del poder económico y político que van de la mano de los sectores conservadores (aquellos que, aunque parezca obvio decirlo, les interesa mantener el estado de la cuestión, independiente de su orientación partidista). Sabemos que hay grupos conservadores en todo el espectro de la política contingente, que hablan a través de instituciones, organismos, agrupaciones. Explícita o tácitamente, detentan algún tipo de privilegio sobre la sociedad, que les conviene perpetuar en el satuts quo vigente.
En estos grupos encontramos, por ejemplo, el sector educacional. A muchos de ellos les interesa que no se sepa que todo acto educativo en las sociedades contemporáneas es un acto político de socialización (o de domesticación), devenido en un excelente negocio en la economía neoliberal. En este ámbito se mueve muy bien la denominada figura del "intelectual" vinculado a la alta academia, esa siempre tributaria del preceptismo ilustrado (la que dictamina el saber oficial), y/o en manos del mercado de los post títulos en que se ha convertido la formación profesional continua.
Por cierto, en estos círculos de repartición del poder, encontramos cierta prensa a la orden de un empresariado editorial; en rigor, la mayoría coaptada por la industria de la entretención y el adormecimiento y al servicio de un sector ideológico. Los intentos de prensa independientes, que curiosamente en el último tiempo son los que generan contenidos y procesan la información más relevante, se encuentran atrincherados en las redes sociales, a las que la gran mayoría de los ciudadanos de la aldea global no accede.
Hay que reconocer también en estas zonas de privilegio, a un circuito que decora muy bien las intenciones y objetivos de la oficialidad de turno, con objetos de consumo cultural en algo que suele llamarse la industria creativa. Bajo el rótulo de artistas, gestores y/o productores, curadores, devienen en verdaderas "celebrities" que profitan muy bien de sus redes de alcurnia, en particular en los países de alta segregación económica, donde las audiencias siempre son escasas.
En definitiva, dentro de esa órbita caben todos aquellos quienes están interesados en mantener sus regalías económicas, sus beneficios sociales y, por supuesto su cuota de prestigio en algún ámbito que perpetúe el gatopardismo social en el que vivimos (cambiar algo para que nada cambie).
Dicho lo anterior, hay que superar además esa visión reduccionista del activismo cultural que ha sido instalada en el imaginario social como una especie de rabiosa obstinación en el “accionismo”, en oposición a una pasividad o inacción, o lo que es peor, como contrario a la reflexión, al análisis profundo y fecundo del sistema social que se nos intenta imponer en todas las dimensiones de la vida. A los grupos de poder les conviene normalizar e incluso naturalizar (como si fueran manifestaciones biológicas) fenómenos que son simplemente culturales, es decir, situaciones hechas por humanos para dominar humanos.
Buen ejemplo de esto es la Ideología del Credo, mecanismo sociopolítico que generan las religiones, con argumentaciones teocráticas y desfasadas del diálogo con la ciencia y la racionalidad, para articular discursos de conservación de sus bienes y prebendas entre sus fieles y en los sistemas de gobierno, con habilidad tal que pasa inadvertida, y que además, tiene el descaro de hablar de "Ideología de género" a todo lo que la evidencia científica y el apoyo moral social entienden como derechos y usos de la sexualidad.
El activismo cultural debe ser entendido como la expresión, una práctica, una manifestación explícita de la conciencia de que la sociedad y la cultura son un modo de relacionarnos que puede y debe ser perfectible.
El activismo cultural puede tomar la vía del arte, como medio de transmisión de mensajes, pero no restrictiva y necesariamente. Así como puede partir con la difusión de contenido ligado a la creatividad artística, para escalar hacia la propuesta de una sociedad más solidaria, democrática e inclusiva, toda vez que en el estado actual de las cosas, se nos conduce a formas de deshumanización y alienación de la identidad, y por qué no decirlo, de la felicidad.
De este modo, el activismo comienza con una toma de conciencia de un imperativo ético por una cultura más participativa y justa, donde la equidad no sea solo una meta económica, sino que además permita la inclusión de la dimensión estética de la acción, esa que abre nuevos horizontes de sentido, a veces sin pasar por el tamiz de la razón.
Entonces, comienza a aparecer el activismo cultural como la superación de una mera militancia ideológica o de un cabildeo permanente en pro de causas marginales en el mainstream político, académico, social y educativo, como una práctica independiente y muchas veces periférica, como las performances de Adrian Piper en los 70:
Tratar de hacer simples, comprensibles, didácticas incluso, estas ideas cruciales para la transformación de la sociedad en un espacio más justo, ya es una opción de Activismo Cultural, como en la línea de la filósofos, educadores y artistas que veremos más adelante, en particular desde las Artes escénicas, porque el "Teatro" tiene la misma etimología que "Teoría" (THEO, que también significa Dios), y ambos no son más que puntos de vista, modos de teorizar o poner en escena una reflexión acerca de la vida.
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