Son una realidad que ha estado presente en la sociedades de Occidente durante décadas, peligrosamente demasiadas quizás.
El desencanto es un estado psicológico que, cuando cruza la frontera de lo individual se transforma en un problema social, con graves consecuencias en la estabilidad política y en el desarrollo económico, eso que a fin de cuentas es lo que pareciera ser lo que todos los modelos políticos persiguen. Por su parte, nos guste o no, la política es un elemento fundamental en cualquier sociedad democrática. Y este adjetivo es el crucial y en cual no nos detenemos a pensar al hablar de desencanto. Cuando nos decepcionan de la política, nos inducen a desconfiar de lo democrático. La democracia no es un don celestial, no crece por generación espontánea, ni es natural. Es la forma de construir sociedad que hemos convenido como la más apta para combatir los peligrosos totalitarismos a los que la humanidad ha sobrevivido.
Esto tan evidente, no está suficientemente claro para las demandas de las masas electoras. En un delicado equilibrio precario, gracias a las artes de la política hemos podido sortear los nefastos intentos dictatoriales en gran cantidad de países post segunda guerra mundial. Por ello, cuando se siembra la sospecha y desconfianza en el sistema a través del cual se toman decisiones y se gestionan los recursos públicos, se incuba el “huevo de la serpiente”, metáfora que Bergman indica como precursora del advenimiento del totalitarismo fascista.
El hacer política y construir democracia no están exentos de las debilidades humanas. Una vez que lo divino fue desplazado del eje social, fenómeno que se comienza a consolidar desde la Revolución Francesa, la medida de todo es la siempre falible vara humana (antes también lo era, pero con una halo de misterio que otorgaba ciertas seguridades espirituales hoy a la deriva, si no hundidas). Pasar de un orden regido por Dios y sus representantes a un orden laico ha dejado muchos vacíos sin llenar.
En este ordenamiento secular de la sociedad, con el beneplácito de la Ilustración Europea, y las prometedoras teorías del liberalismo clásico, se fue instalando la idea de que bajo el nuevo orden hecho por la medida del ser humano, se podía llegar a sociedades perfectas donde ya no tendrán cabida la miseria, la inequidad, la exclusión y la inseguridad. Los sueños húmedos de Darwin y de Comte. Darwinismo social y positivismo cultural nos llevarían a nuevas eras de prosperidad y laica beatitud para todos.
Pero a “la hora de los quiubos” este andamiaje libresco se derrumbó estrepitosamente con los cañones de la Primera Guerra Mundial, la Gran Depresión de 29, los bombardeos y campos de exterminios de la Segunda Guerra, luego las debacles de la Guerra Fría. Quisimos ser dioses, analíticos dioses del desarrollo, pero fracasamos.
Considerando ese marco de fragilidad y yerro de la condición humana, la corrupción, la ambición, la falta de transparencia y de resultados a los problemas urgentes han generado una sensación de desesperanza y desconfianza de los ciudadanos en la clase política y con ello en la democracia. Esta percepción ya es un problema estructural en muchos países: la baja participación electoral, la falta de interés en la vida política y el surgimiento de movimientos antisistema o de cuño fascista son algunas de las consecuencias de este desencanto, las más visibles, porque se pueden reducir a estadísticas incluso.
Por si esto no fuera poco, la decepción de la política también tiene consecuencias más soterradas en la estabilidad política y social de una democracia: cuando los ciudadanos pierden la confianza en las instituciones y en sus representantes, la sociedad se vuelve más polarizada y vulnerable a los extremos y a los siempre nefastos populismos caudillistas.
Para superar el desencanto de la política, es necesario abordar los problemas que lo generan, tales como la corrupción y la falta de transparencia, dos de los principales problemas que generan desconfianza en los ciudadanos. Sí, es necesario implementar medidas efectivas para combatir la corrupción, la desidia funcionaria, garantizar la transparencia y eficiencia en la gestión de los recursos públicos que permitan los resultados concretos que la gente anhela. Son estrategias y metas urgentes, no hay duda y sí consenso en ello. Pero hay otro factor que debe cambiar y que no hemos considerado, porque se ha hecho invisible.
Lo que llaman “el cuarto poder” o la agenda setting, o dicho en simple: el peso de la estructura de los medios de información y propaganda, porque de comunicación les queda poco es gravitante en la toma de decisiones de los electores. Los medios masivos que, con fuerza en el siglo pasado, se convirtieron en al foro público de una aldea global, ahora son el circo patético de un pueblo pobre.
¿Cuánta de la decepción generada en la población proviene gracias a la manipulación mediática? ¿Cómo es posible que en un país donde los indicadores de delincuencia bajan, la percepción de inseguridad ciudadana suba? ¿Quiénes son los informadores del actuar de las autoridades públicas a los que les sigue importando una señora disfrazada de caricatura y no los miles de millones de dólares que el Estado ha perdido por la corrupción de sus FFAA? ¿Quienes son los que han hecho de la política un show de matinal? ¿A quienes pertenecen esos sets tan bien iluminados, amenamente conducidos y de tan onerosas tandas publicitarias?
Al final del día ¿Quiénes son los que ganan con la farandulización de la política hasta niveles de tratarnos como a niños a los que les muestran que detrás de la máscara del político hay un actor que no es un superhéroe? Sí, para que haya desencanto, tiene que haber existido un encantamiento previo, una ilusión creada en la cabeza de un receptor de mensajes cuya capacidad de comprensión y retención de información no supera la de un niño de doce años que se lamenta porque ya sabe que la magia es solo truco y habilidades que no conoce.
Los ciudadanos quieren ver resultados tangibles en la gestión pública. Es necesario que los políticos se comprometan con resultados concretos y que rindan cuentas por su gestión. Pero también es necesario que se los muestren al país cuando ocurren, porque ocurren, porque a pesar de las resistencias, llegan resultados como los beneficios humanos y sociales adquiridas para (y por) los obreros. Se hace urgente, en el complejo mundo de la información, algo que regule el accionar de los medios de información y propaganda (insisto hasta la majadería: no son medios de comunicación). Necesitamos que los logros de la democracia no sean tapados con cortinas de humo que duran hasta que aparezca el nuevo error de algún político contrario al pensamiento e intereses del dueño del medio de información.
Y aunque la pregunta pareciera ir en contra de lo planteado hasta ahora: ¿Se hace necesaria la participación ciudadana cuando sabemos que existen los esclavos felices, los principales enemigos de la libertad? Ya lo descubrió Moisés cuando al liberar a su pueblo del imperialismo egipcio, al poco andar le reclamaban que no tenían las miserables cebollas que comían siendo esclavos. Nada nuevo bajo el sol. La política del desencanto se alimenta del miedo a la libertad que nos lleva a levantar becerros de oro en medio de los desiertos de sentido y esperanza.
La política del desencanto que siembran políticos electos por un pueblo ignorante, para utilizar la democracia como fachada de terribles dictaduras económicas y culturales, cruza por los meandros del descrédito a la democracia. Nos cuesta creer que el político al que escogemos, ese que sentimos como un hermano mayor, nos vaya a perjudicar. Mira los ojos de Abel en el instante en que Caín lo mataba. Insisto, nada nuevo bajo la palidez de la luna y sus sombras.
Si vivimos el desencanto es porque nos dejamos encantar y desencantar por grupos fácticos de poder que practican la política del desencanto para que llegues a desconfiar de la democracia, del poder de tu voto, para que te comportes como el esclavo sin esperanzas que repite la consigna de “total mañana hay que volver a trabajar”, como si el trabajo fuera la maldición que nos persigue y no nuestro aporte a la creación de una mejor cultura de la democracia desde el ámbito que sea.
La política del desencanto tiene sus estrategias que no le fallan.:
Aumentar la dimensión negativa del conflicto, como si el conflicto fuera por sí algo nefasto. Las sociedades como las parejas, deben tener conversaciones incómodas para tener relaciones sanas, pero esas conversaciones no deben ser necesariamente una pelea de fieras mediadas por un animador de TV que, muy bien pagado, insta a generar disyuntivas irreconciliables, como si eso fuera democracia, como si esta se levantara bajo la premisa de hablar “sin filtros” ¿Se imagina si por solo un día usted hablara sin ni un tipo de filtro ante todos? De seguro el ostracismo sería la condena que le perseguiría. Necesitamos los filtros de la diplomacia, de la empatía, de la escucha activa, del respeto para poder comunicarnos. Lo otro es un circo romano.
Polarizar la opinión pública en extremos que son imposibles, porque nada es tan claro ni nada tan oscuro. Entre los polos existen incontables puntos de encuentro entre paralelos y meridianos. Es el discurso maniqueísta, del sí o no, de la política dualista del amigo-enemigo, que hace inalcanzable las metas realistas: “sí a la cultura de la vida, no al abismo de la muerte; sí a la diversidad de la cruz, no a la violencia islamista; sí a las fronteras seguras, no a la inmigración masiva”. Gritaba hace poco una desaforada Giorgia Meloni, la neo fascista que tiene sumergida a Italia en una crisis cultural y económica sin precedentes en las últimas décadas. Detrás de esa puesta en escena del otro como un monstruo, un tristemente célebre “humanoide”, un meme que se ridiculiza de entrada. Se esconde la exclusión del otro de manera radical como si fuera una caricatura.
Sacralizar construcciones humanas a niveles alienantes, darle valor a algo que no hace más que ocultar el tarifario y precios de quien lo agita como “razón de vivir”, que siempre es razón de morir y de matar jóvenes pobres e inocentes, la carne de cañón que se manda a los frentes de batalla, porque hasta allá no llegan los hijos de quienes construyen esas catedrales ideológicas: “¡sí a la identidad sexual, no a la ideología de género!” Afirmaba como renovada paladín de la Inquisición, la mentada Meloni. Como si ella no fuera víctima de la peor ideología de los últimos siglos: la ideología del credo, esa práctica que esconde el discurso teocentrista que tan regio le queda al poderío conservador de cuño cristiano, ideología del credo que les da derecho a sus pregoneros a inmiscuirse por mandato divino en el orden laico que una democracia sana debe tener.
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