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El escenario como espacio neuroestético y conciencia colectiva

Cuando algo se nos mueve por dentro


Un solitario niño baila una cueca. Entre siete sillas negras vacías, cada una con una rosa blanca, una joven aparece cantando a capella. Una proyección de agua se agita en una pantalla sobre un fondo oscuro. La gente no entiende del todo lo que está viendo. No lo necesita, no hay narración clara, no hay personajes definidos. El público inmóvil, de alguna manera siente algo que lo atraviesa. No hay rostro, no hay historia. Hay símbolos. Y sin embargo, ahí se produce algo. No es solo arte. No es solo escenografía. Es algo más profundo, más sutil. Es un eco. Una vibración. Una memoria que no es del todo personal. Una emoción que tampoco parece individual. Un gesto que resuena en lugares del cuerpo donde las palabras no llegan.


Escenario neuroestético y conciencia colectiva en escena teatral
el escenario como espacio neuroestético y conciencia colectiva ante el dolor de los que han desaparecido

El cuerpo que siente lo que no vivió


En los años noventa, los científicos italianos Giacomo Rizzolatti y Vittorio Gallese descubrieron las neuronas espejo: células cerebrales que se activan no solo cuando actuamos, sino también cuando observamos actuar a otro. Ver una emoción —un llanto, un abrazo, una caída— puede activar en nosotros la misma respuesta, como si la estuviéramos viviendo. En el teatro esto ocurre todo el tiempo. Cuando una actriz se quiebra en escena, sentimos el nudo en la garganta. Cuando un cuerpo baila solo, sentimos la soledad sin que nadie nos la nombre. No es magia. Es biología. Pero también es poesía. En teatro le llamamos Catarsis. Y he aquí lo hermoso: no se necesita una historia. No se necesita un rostro humano.


A veces una silla vacía puede decir más que mil palabras. Una rosa blanca sobre una silla negra puede llevar un luto que no sabíamos que cargábamos. Lo abstracto, cuando está cargado de sentido, eso que es fondo que está detrás de una forma, permite que cada espectador proyecte su propia historia.


Jacobo Grinberg y el hemisferio dormido del pueblo


Hace más de tres décadas, un hombre de ciencia hablaba con la naturalidad de un poeta visionario. Jacobo Grinberg, neurofisiólogo mexicano, se sentaba frente a otros panelistas en un programa televisivo llamado Sol de Medianoche. Era 1989, la conversación era densa, lúcida y adelantada a su época. Mientras la televisión se inundaba de concursos y banalidades, ahí estaban ellos —pensando en voz alta sobre el misterio de estar vivos—.Grinberg hablaba de algo que entonces sonaba casi delirante: que el cerebro no genera la conciencia, sino que la capta. Que hay un campo invisible —una especie de red de información— al que accedemos por sintonía, no por lógica.Y que el hemisferio derecho del cerebro —el que piensa con imágenes, metáforas, intuiciones— ha sido sistemáticamente reprimido por una cultura que idolatra la razón. Pero no está muerto. Está dormido. Esperando un estímulo.¿Y si ese estímulo fuera un acto poético? ¿Una escena? ¿Un silencio en medio del bullicio?


El teatro como resonador del alma colectiva


Yo lo he visto. Lo he sentido en estos días detrás de la cortina de un teatro que recibió en su foyer a escritores y editores desde Coquimbo a Los Lagos. Un escenario iluminado de rojo y una mujer con un clavel en la mano con los ojos hinchados de lágrimas. Un gesto escénico en un teatro. Y de pronto, sin aviso, algo cambia en la atmósfera. La gente guarda silencio. Alguien llora. Alguien se queda después para agradecer emocionado. Como si una sinapsis comunitaria se hubiese encendido.


El escenario como espacio neuroestético y conciencia colectiva frente al mar


Tal vez exista un cerebro universal, o al menos comunitario, y el escenario como un espacio neuroestético despierta la conciencia colectiva. Como ante un luto comunitario injusto, cuando el arte deja de explicar y empieza a resonar. Y tal vez el arte —el que no apabulla con su presencia, sino que apenas roza— sea una forma de activar el lado derecho del alma de los pueblos, como quizás lo hizo una Feria del Libro en Constitución, ciudad herida por el paso de una cobra inmunda a varios kilómetros de distancia, pero sobre la piel curtida de mar de las familias de la lancha pesquera Bruma.


Lo invisible también transforma


No todo se ve. No todo se mide. No todo se hace por cumplir un mero deber salarial. A veces alguien vuelve a casa con una imagen que no puede explicar. Con una emoción que no sabía que tenía. Con una pregunta nueva.Eso es lo que podríamos llamar una reverberación invisible: cuando el arte, como una piedra en el agua, sigue haciendo ondas mucho después de haber terminado. Cuando lo simbólico deja de ser un recurso estético y se convierte en un movimiento interno. Cuando el arte, sin decirlo, cura, o al menos alivia. Cuando lo invisible se hace visible sin verlo.


Lo que no se dice, pero queda


Grinberg desapareció sin dejar rastro en 1994. Hay quienes dicen que trascendió. Otros, que lo silenciaron. Pero su legado sigue presente cada vez que una escena, una palabra, una imagen, nos devuelve algo que no sabíamos que habíamos perdido, que estaba ante nuestros ojos, pero no habíamos sintonizado con esa imagen. El arte no cambia el mundo por decreto —como pretenden hacerlo las leyes que siempre llegan después del delito—. Lo cambia como una grieta en una casona de pueblo. Como una lágrima que cae sin permiso desde el rostro de una autoridad regional. Como una pregunta que queda vibrando. Como una mujer que sin orquesta en escena canta sola, pero no está sola, porque alguien —en la oscuridad de la sala— siente que, a pesar de su pena y de su rabia, descubre que aún puede seguir cantando.


Grinberg junto a un grupo de intelectuales Otros tiempos de la TV

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Providencia, Región Metropolitana,
Constitución, Región del Maule
Chile

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