Yo también quisiera ser un animal
que pasta sin recordar
Nadia Prado
Mi jaguar está cabizbajo.
“Como animal oscuro en lo redondo,/ pone muros, puerta, piedras/
y se empecina en su fiesta/ y suma y acumula y mira en frente/
sin encontrar el punto que le duele.”
Dice Armando Rubio.
Hace unos tres años, parece que se dio cuenta. Miró, vio los barrotes y lo supo. Vivía en una jaula.
Pero ahora el felino no sabe cómo escapar de ella; lo que es peor, no sabe si quiere arrancar. ¡Ay, mi jaguar latinoamericano! Arrastra el corazón en trizas, desconfiando de su memoria y hasta de su existencia. Parece el “sueño de un pájaro que se perdió en el canto”, me cuenta Eugenia Brito.
¿Qué fue de la energía de su temible rugido?
¿Acaso existió?
¿O fue una leyenda más, como la del mítico Nahuel mapuche?
Lamentablemente, cual patético y ridículo Hamlet de peluche ante sus amigos, los Tigres del Oriente, con quienes quisieron compararlo, ahora este jaguar yace en un horizonte entre “Águilas que cruzan un paisaje yermo/ y nada sobre el cielo: y nada bajo el cielo”, como indica Andrés Morales para hablar del desamparo.
En la jungla fría de las cifras, orgulloso rugía mi jaguar con el poder del verso de sus trovadores. Pero pareciera ser cierto que tiene mala comprensión lectora, que lo de él es analfabetismo funcional. Hace rato, esos mismos poetas le venían diciendo que se cuidara, que estuviera atento, como un cervatillo que inicia un viaje por un país nocturno que le resulta hostil: “No te oiga de dormido/ el alma del hormiguero,/ ni la araña te repase/ las ancas de terciopelo,/ ni el alacrán te conozca,/ ni te revuele el murciélago,/ ni te halle la bestia hirsuta/ que en la noche hirió a mi Ciervo.” Suplicaba Gabriela Mistral al comenzar su Poema de Chile.
Medio siglo después, Verónica Zondek se lo ratificaría:
“voy/ cortando ramas/ pateando piedras/ leyendo piedras/ guardando piedras/ y observo/ observo ese huemul manso y rosado/ mientras sopla/ sopla/ sopla el lobo frío/ la guadaña que espera/ y tiemblo/ tiemblo/ tiemblo en los silencios de tus putas redes de arrastre/ y canto/ canto/ canto bajito/ a la deriva”.
Pero este jaguar no escuchó
y se acostumbró al sofá del gato de departamento,
condenado a la necedad del matinal.
Se adormeció en las rutinas de la calilla,
del pituto,
el cahuín por wasap.
Se hizo hábito el matar su pulga y comérsela,
de rotear al jaguar con menos rayas,
mirar con asco al jaguar poblacional
y con envidia al jaguar rubio natural.
Le era cómodo sentirse "clase media".
Se convirtió en algo así como un jurel tipo salmón
que contaba con muchas tarjetitas de plástico en la billetera,
viendo su tele a color de 48 cuotas.
“Dijeron que era rutina/ La rutina duró años”,
se lamentaba Bárbara Délano,
antes de alzarse a las profundidades del océano:
“Éramos cuatro gatos y queríamos vivir/
La generación perdida nos llamaron/ y fuimos carne de cañón”.
Ahora a mi jaguar nada le devuelve el vigor del chilenísimo gato güiña del que hacía ostentación. Aunque Raúl Hernández, poeta joven y quizás por ello entusiasta, quiere darle un poco de esperanza: “En el techo de este bar/ crecen los gatos nuevos/ de la primavera./ Traerán alegría /y nuevas pieles para acariciar.” Pero es el techo de un bar de mala muerte (como si los hubiera de buena).
Acostumbrado a la paleteada,
a la chispeza,
a la paja,
a la movía,
al codazo,
al chaqueteo,
a lo fome y la lata
(indescriptibles nominalizaciones del ser y estar en Chile), el incrédulo jaguar no se dio cuenta de que no era más que un adiestrado gallo de pelea: “Te sacan la cresta. Caes. Te gritan gallina./ Tratas de lanzar un espolonazo./ El ruedo se voltea. Levantas la cabeza./ Pero antes de llorar/ o de cantar/ la barra te niega una, dos, tres veces/ y knock-out.” Jorge Montealegre se lo había advertido. Era un ave de corral administrado para anónimos camellos apostadores. “Ojalá Dios los castigue/ y nunca puedan entrar al cielo esos malditos./ Como el camello/ por el ojo/ de ninguna aguja”, imprecaba en su Capitalismo Tardío, hace una década ya, José Ángel Cuevas, poeta esquivo en el conventillo literario y por eso peligrosamente lúcido.
A veces este jaguar, hecho de papel de portadas de periódico,
pareciera contemplar en un invisible infinito a ese que fue,
o que creyó ser,
pero su mirada quebrada ya no es mirada,
solo una estructura bestial y cubista de ojo,
“El ojo instintivo/ que en los lomos/ se abre por entre los matorrales,/
el ojo fijo en la presa,/ y la rapiña,/ el alimento./
Soy ojo de la mosca,/ cúpula brillante que distingue inmóvil:/
algo se mueve../ desde el animal/ soy ojo en la materia/
y me gasto/ y me trizo la papila.” (Carlos Cociña)
Después de este largo día
de tres años
en que pareció rugir con el espíritu de la Nahuelbuta
¿Qué le pasó a mi jaguar latinoamericano?
Quizás
cayó víctima de estos tiempos,
quizás
“Es el tiempo actual./ No comer ni dejar comer./ Perseguir por sobre todo perseguir. /Abrir las alas para ocupar espacio.”
Aventura a decir Elvira Hernández,
soberana de la domeña verbal.
Quizás nunca nació
y fue híbrido de pastizal y silencio
al que llamamos rebaño vacuno,
quizás fue imaginación de imaginación
sobre las Áreas verdes del Chile metafísico
que levanta el verbo fundacional de Raúl Zurita:
“Han visto extenderse esos pastos infinitos?/ I. Han visto extenderse esos pastos infinitos/ donde las vacas huyendo desaparecen/ reunidas ingrávidas delante de ellos?/ II. No hay domingos para la vaca:/ mugiendo despierta en un espacio vacío/ babeante gorda sobre esos pastos imaginarios”
Todos los vecinos del continente extrañados
le miran el pellejo desteñido,
como un traje militar mimetizado
del que cuelgan pretenciosas medallas oxidadas al mérito
por tantas guerras invisibles.
Quizás le ha caído como una lápida,
la larga y angosta profecía de Yanko González:
“ha
vivido
como
cerdo
y
no
quiere
morir
como
un
perro.”
Lastimero felinito que devino en un huemul acorralado cada fin de mes. Como dice Pablo Paredes (poeta que de jaguares y huemules ha de saber mucho, ya que devino en Asesor en la Moneda):
“Por el acantilado dejen a los huemules caer/ ¿No les gustó andar hueveando al sol?/ ¿No se creían perros sagrados, los culiaos?/ Que se hagan mar en la mar, /roca en la roca,/ sal en la sal./ No los ayuden poniendo esos palos, / no tiren cuerdas ni comida/ ni agua dulce/ ni tiren un niño a la boca del volcán. / Ellos solitos llegaron hasta ahí,/ ellos quisieron ser nubes con cachos / Ahora,/ que se lluevan.”
Extranjero jaguar en tierra sin jaguares,
en valles con apenas unos felinos en extinción
en medio da tanta rata;
en un mar congelado,
frágil pez jaguar en manos de unos siete tiburones.
Jaguar devenido en minino adoptado,
como el de la Violeta:
“Este gato romano/
que es medio cojo,/
si lo tratan de cucho/
se pone rojo.”
Tal vez siempre fue eso y nada más: un aspiracional gato romano, que desde el sillón del dictador italiano saltó hasta las multitiendas de los malls chilenos para lucir, embalsamado y pétreo, su cadáver de “toro erguido” que muere exaltándose, como el de la prosa plañidera de Cristián Warnken al ensalzar la muerte de Mussolini: “mi muerte, nuestra muerte bonita y clara también será fascista”.
Así, mi jaguar secuestrado
olisquea temeroso
tras sus barrotes
Intuye que tiene sus días contados.
Pareciera que aceptó manso y sumiso
las clases de ética que le dieron a los que lo enjaularon;
total, ya se siente cómodo en su vida social en los consultorios,
haciendo bingos y rifas solidarias y
claro, levantándose más temprano para ahorrar en micro
para comprar flores cuando estén de oferta.
¿Para qué ha de complicarse? Si no cambia la realidad cambiemos el lenguaje, cambiemos los rugidos en ronroneos, que para esos están los poetas.
Pero en esta hora incierta, ¿Qué podrán decirle al jaguar esos poetas, de los que tanto se pavoneaba entre las ferias internacionales? Los que, a modo de profetas bíblicos, rasgaron su palabra para anestesiar el dolor en medio del espanto, como balbuceó Pablo Neruda en su último poema, días después de un fatídico 11 de miseria.
“Hastaciel dijo labla en la tille palille cuandokán cacareó de repente en la turriamapola y de plano se viste la luna del piano cuando sale a barrer con su pérfido párpado la plateada planicie del pálido plinto.”
¿Qué decirle a un jaguar que prefirió oír
las bandadas de papagayos y loros
financiados por los buitres de siempre?
¡Ay, mísero de ti, jaguar!
Enceguecido de miedo a la libertad,
después de una larga jornada de tres años,
muriendo de hambre, como el Lobo de Thomas Harris:
“He perdido muchos dientes mascando lingotes/ de oro para nada, royendo el oro como hueso santo./ Flaco y lleno de mataduras, estoy para el Hades lupino./ Que alguien de la concurrencia haga algo o/ me dé un mendrugo de pan./ Lo peor son las sonajeras de mis tripas,/ lo más triste de mi cuerpo es esta sonajera de tripas.”
¡Pobre jaguar mío!
Le tiraron carne y ni la miró.
Mucha para tan poco gato;
tanta que la rechazó “con amor”,
no sabe bien a qué,
así le dijeron los carroñeros que ahora le sobrevuelan.
Pero fue de todo corazón,
del mismo corazón quebrantado
que ahora lo tiene desquiciado,
emitiendo un ruido desgarrador que no es rugido
porque un jaguar enjaulado no ruge, llora
sin aliento,
mudo.
BONUS TRACK:
Todos los poetas mencionados son chilenos; algunos a pesar de valiosa obra, muy desconocidos. Te invito a asomarte a sus vidas y trabajos.
Eugenia Brito
Carlos Cociña
José Ángel Cuevas
Bárbara Délano
Yanko González
Thomas Harris
Elvira Hernández
Raúl Hernández
Jorge Montealegre
Andrés Morales
Pablo Paredes
Nadia Prado
Armando Rubio
Verónica Zondek
Comments