Toda la historia del arte y de la literatura, así como la de mitos y religiones han apelado a la belleza y encanto del caballo para hacerle sinónimo de nobleza, fidelidad, fuerza y valentía. ¿Cómo no sentir fascinación ante el galope libre, o las coces encabritadas de este ser al que un halo mágico parece rodearle, tanto en la libertad como en la servidumbre?
Esa aureola de poder y misterio que rodea su figura, no pudo tener mejor custodio en el quizás más grande dramaturgo y poeta de lengua hispana del siglo XX: Federico García Lorca, grande entre los grandes, que este mes, como cada agosto desde 1936, cuando fuera asesinado alevosamente, le venimos recordando sin parar de dolernos y avergonzarnos de la bajeza humana que no resistió el genio, la libertad, el humor y la creatividad del hombre que declaró al Arte como principio “por sobre todas cosas”.
Para una gran mayoría, el nombre de García Lorca está asociado a un par de obras que quedaron marcadas por la obligatoriedad de algún plan escolar mal diseñado (“Bodas de sangre”, “La casa de Bernarda Alba”, o quizás “Yerma”), y algunos poemas que malamente pudieron ser valorados ante una monótona clase de secundaria, si no se desarrolló antes el gusto por la palabra o no se había sentido la pasión siempre indescriptible a la que ellos apelan, (“El Romancero Gitano” particularmente).
No obstante, su obra es mucho más profunda, lúdica y misteriosa, coqueta y comprometida a la vez, como él lo era; un fertilizante para sensaciones e ideas y quizás cuanto más amplia pudo ser, si no tuviéramos que lamentar su temprana partida, si la fuerza de las “herraduras negras” no nos lo hubieran arrebatado (tenía solo 38 años cuando fue fusilado, por la espalda, como asesinan los cobardes).
Toda la obra del hijo ilustre de Granada (y su vida toda también, hay que decirlo) está teñida de la magia de aquellos que parece que nunca terminan de caer de la infancia. Leer a Lorca es adentrarse en los vericuetos de su niñez y hacernos tan niños con él; es sentir la pulsión de sus deseos de juventud temprana, tan marcada por la represión, y volver a conectarnos con nuestra propia sexualidad, encabritada como una yegua en celo o domeñada como caballo de tiro, según lo hayamos permitido.
Leerle es conectarse con el compromiso ético que le llevó a acarrear con su compañía La Barraca, de pueblo en pueblo, el teatro, la música y el arte, como un obrero de la estética y un apóstol de la alegría. Leer a Lorca y escuchar su música es gozar la libertad infinita de la poesía y la música para nombrar las cosas de otro modo, de una manera tan audaz e insólita que jamás las fuerzas del conservadurismo podrían tolerar, porque su palabra cabalga veloz por los caminos donde las mayorías timoratas apenas rebuznan inmóviles.
Hijo de un hacendado acomodado, Federico pasó su infancia en la vega granadina, la zona que rodea la ciudad de Granada, en la Huerta de San Vicente, donde la que fuera su casa paterna hoy se erige en Museo que lleva su nombre. Una enfermedad arrastrada desde la infancia le impidió ser un buen equitador, pero ello no le quitó el gusto por largos y lentos paseos a caballo. Sí, amaba los caballos tanto como los gitanos de su ciudad por entonces les temían. Recordemos que en una época en que no había carros de patrullaje, sobre corceles negros la Guardia Civil Española arremetía sobre las barriadas de gitanos, desolando todo a su paso: “Los caballos negros son, las herraduras son negras..." Se ha llegado a afirmar que este verso de su romancero desató todo el odio que, como un rodado de peñascos de envidia maldiciente en su contra, terminó costándole la vida, de modo tal que involucrando a su propia parentela, hasta el día de hoy no se esclarece del todo el crimen que nos lo arrebató.
Su muerte nos dejó inédita mucha obra, entre la que se encontraba “La Casa de Bernarda Alba”, un desafío altivo a la gazmoñería de una sociedad condenada a vivir encerrada por mojigatas convenciones. En ella, se muestra la vida de un grupo de mujeres que deben vivir enclaustradas un luto, más por apariencias sociales que por algún legítimo dolor. En esa atmósfera claustrofóbica, un caballo garañón, un semental que nunca vemos pero que sentimos sus golpes contra el muro del corral, simboliza toda la pasión asfixiada de estas hembras que saltan de ardor ante las rondas de Pepe El Romano, el amante que tampoco veremos nunca, pero cuya presencia galopante merodeando la casa enardece esos cuerpos y transforma las palabras en gemidos y alaridos que no alcanzan a describir lo que es el deseo sexual reprimido.
Galopando incontrolable el amor, la pasión y el deseo van a caballo tanto como la muerte y la desgracia, en la obra de un Federico que siempre se nos escabulle de toda clasificación posible, como lo que sucede con “Bodas de Sangre”, cuyo estilo literario rompe con todo el convencionalismo de su época y cruza las fronteras de la poesía, la crónica y la dramaturgia conocida hasta entonces.
Impregnada de las voces, imágenes y ritmos populares de su Andalucía natal, marcada por la cultura gitana, el drama de estas bodas tiene el ritmo acompasado de una canción de cuna, una nana, que cantada por una abuela a su pequeño nieto en brazos, casi al comenzar la obra, es todo un presagio de lo que ha de ocurrir como un desbocado galope en las próximas escenas:
“Nana, niño, nana
Del caballo grande
Que no quiso el agua…
Duérmete clavel que el caballo no quiere beber, Duérmete, rosal, que el caballo se pone a llorar. Las patas heridas, las crines heladas, dentro de los ojos un puñal de plata. Bajaban al río ¡Ay, cómo bajaban! La sangre corría más fuerte que el agua. Duérmete clavel que el caballo no quiere beber, duérmete rosal que el caballo se pone a llorar.”
En “Bodas de Sangre”, el amor prohibido cabalga de noche buscando un amanecer impensable donde la novia pueda despertar saciada de la sed que solo el amante puede saciar, el que “era hermoso jinete”, es descrito como aquel hombre que “con su caballo sabe mucho y puede mucho, para poder estrujar a una muchacha metida en un desierto”. ¿Qué tiene ese caballo que hasta la luna le hace lucir “una fiebre de diamante”? ¿Qué fuerza empuja a ese potro encabritado que apenas le alcanza el galope tardío de los caballos del novio traicionado?
“Bodas de Sangre”, es sin dudas un rito urdido con versos en espiral donde el caballo es una metáfora de la carne en celo, contra lo cual poco o nada puede la razón:
“Porque montaba a caballo
y el caballo iba a tu puerta
con alfileres de plata
mi sangre se puso negra
y el sueño me fue llenando
las carnes de mala hierba...”
En la sociedad industrial en que vivimos, donde con suerte podemos contemplar un caballo asociado a deportes explotadores, a costumbres ludópatas, o acciones de rentabilidad para facinerosos y oscuros personajes que en nombre de la tradición y/o de intereses financieros los crían, pocas veces tenemos la oportunidad de al menos ver correr a campo traviesa al Señor de las praderas. Para sentir la armónica fuerza del animal que levantó y destruyó imperios, solo nos quedan los consuelos del arte, el cine y la literatura que le han fusionado con la inteligencia humana para darle el poder físico que el hombre no tiene (el Centauro), o dado alas para que un humano pueda reclamarle a los dioses un lugar en el Olimpo (Pegaso), o representar con un único cuerno (el Unicornio), para figurar la ternura y la ingenuidad que perdemos al caer de la infancia.
Trailer de la película española La Novia, en que vemos en todo su potencial dramático la figura de los caballos como símbolos de la pasión
DJ Set preparado a partir de un par de canciones de Lorca. Siempre incombustible, sus tópicas, textos y la pasión de su música siguen vigente (Pinchar fotografía)
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